Viajo a la gran ciudad, nuestra gran manzana vernácula. Me calzo los auriculares, empiezo a escuchar P.E.R.R.O. de Astal. Me gusta el nombre del disco, igual que la personalidad a la vez impúdica y domesticada de esos bichos cuya amistad la humanidad no merece. Llego, me subo a un taxi manejado por un tipo rudo que va como ladrando, aunque sobre la guantera tiene un peluche de un perrito mofletudo, bastante bizarro. El beat del primer tema me hace acordar a algo que he escuchado y que tengo en la punta de la lengua pero no me viene a la mente. Miro por la ventanilla, otra vez viajo en compañía de mi provincianismo nostálgico (romántico, bah): El barrio del que vengo/ y que recuerdo/ ya no existe, dice. ¿Cómo? Ah, sí. Como todo lo que hubo debajo de estas avenidas del ancho de dos cuadras y quedó pisado por el asfalto, como esas vecindades que demolieron para llenar con locales de tés importados y bonsais (¿a dónde se irá todo lo que no se traga la tierra?).
Bajo del taxi, voy a un café a hacer tiempo, En este mundo gato/ siempre he sido como un perro, escucho. Frase punteaguda. Cierto que el hip hop es el género de las verdades, y cuando la verdad se escucha siempre suena como por primera vez: La verdad es una sola/ está en el cielo/ y no es un plan. Miro la calle, todavía es temprano, y hace tiempo que la luz del sol ya no es blanca. También P.E.R.R.O. tiene el filtro del smog; le escucho los colores grises, los azules sombreados.
Alguna vez alguien me dijo que el ritmo del blues había nacido de la marcha de los trenes chasqueando contra los durmientes. Claro. El hip hop es a las ciudades lo que el blues a los trenes, y en verdad se mezclan como naturalmente los loops de este disco con los loops de la vida. Sin embargo acá, auriculares puestos, encuentro una intimidad, y al final del día, en la oscuridad de una habitación, mientras todas esas voces, esas bocinas, frenadas de bondis y máquinas de construcción se acoplan en un susurro que no abandona mi descanso, vuelvo a poner play: Hoy no salgo de casa/ pintó el encierro. Para la intimidad, ya se sabe, para clavar el talón en el caos, hace falta aunque sea un poco de esa sabia displicencia del perro. Y hasta una dosis domesticada, por qué no, de su violencia.
Candelaria Díaz Gavier